Anoche ví una parte de la entrevista a James Hamilton en “Tolerancia Cero”. Suena muy cliché cuando la gente habla de “no perder la capacidad de asombro”, pero temo que detrás de esa fórmula está la constatación de una progresiva impermeabilización. Una especie de acostumbramiento -o de acatamiento, incluso- de una moral de nuevas reglas contra las cuales no puede uno rebelarse sin hacer el ridículo.

Pienso por ejemplo en Augusto Pinochet Ugarte, de quien fueran paulatinamente conocidos delitos contra los derechos humanos, que encabezó una violenta dictadura de casi dos décadas, que condujo un aparato represor que acabó no solo con la democracia, sino que instaló la persecución política, la tortura y la desaparición forzada como una política de Estado. Augusto Pinochet solamente fue verdaderamente rechazado por una mayoría amplia cuando se conocieron delitos financieros, sus cuentas en el Riggs bank y otras fechorías. Quiero decir, la mitad del país lo consideraba un asesino sangriento desde los 70, pero solo pudo convencer a la otra mitad del país cuando su delito fue económico.

Hoy esa frontera también se ha ablandado. Numerosos políticos y hombres públicos van por la vida cargando procesos inconclusos respecto a gruesas defraudaciones, y no hay problema con que sean concejales, presidentes de la asociación de fútbol o hasta ocupen un cargo en el gobierno. Es decir, no es que haya que impedírselos si no han sido condenados, pero tampoco comprendo que sea totalmente indiferente para la opinión y validación popular.

Parece irnos quedando apenas una frontera: el abuso sexual de menores. Llenos de morbo hemos aprovechado a Karadima para expiar toda inmoralidad, nos hemos escandalizado a viva voz en las esquinas y las plazas para condenar algo verdaderamente aberrante. Cuando hace unos años estalló el caso Spiniak, y la confusa espiral protagonizada por Gema Bueno, y cuando denunciaron a Sergio Lavandero. En todas esas ocasiones, salimos a las plazas a vomitar escandalizados de la inmoralidad. Y al hacerlo, creo que tratamos de abrazar un último reducto, una última orilla donde el juicio no es relativo, sino que es absoluto y de consenso. Al abrazar esta orilla, nos anclamos a algo para disminuir el mareo de la falta de referencias. En una realidad en que todo “depende”, solo estamos de acuerdo en que abusar sexualmente de un niño es definitivamente malo.

Hemos aprovechado el tabú sexual, tan instalado en nuestro inconsciente de país conservador, para usarlo de relleno sanitario. Acaso hemos situado la moral de la cintura para abajo, para darle espacio al resto del cuerpo de relativizar todo lo demás, y de paso hemos afirmado nuestro tabú y hemos arrojado a esa región de inmoralidad a los que no tenían nada que ver: a los célibes, a los homosexuales, a los travestis. Parecen ser todos ellos peligrosos, solamente porque son diversos en algo a lo que le tememos por constituir una exigua “reserva moral genital”.

Para romper la costumbre, me gustaría decir que sí, que en el caso Karadima el abuso sexual es horrible, pero que la manipulación de conciencia es también espeluznante. Quiero decir que cuando una comunidad religiosa tiene una relación de dependencia y poder con un sacerdote, cría un espacio perverso. Digo que cuando los ricos sostienen y alimentan a una elite de curas, de políticos, de medios de comunicación; generan una relación de peligrosa perversión. Quiero decir que cuando los cristianos se reúnen a mirarse el ombligo y los genitales en vez de estar buscando justicia para la humanidad, entonces no pecan de la cintura para abajo solamente, pecan con sus cabezas de chorlito primero y siempre.

A ver si vamos subiendo un poquitito el límite ético, y en vez de tenerlo instalado de la cintura para abajo, lo ponemos cerca del pecho, o donde sea que usté experimente la compasión y el afecto por sus vecinos. ¿Y qué tal un poco más allá?, donde está nuestro más hondo pecado con los pobres y marginados. Con ellos tenemos una deuda de la cintura para arriba, y hacia los lados. Y hacia adelante.