En estos días veo permanentemente la imagen de dos muertos muy queridos. Junto a ellos, me amenazan dos imágenes más. En la primera, mis hermanos lloran en la escalera, mientras yo estoy junto a la cama aún tibia donde mi padre ha muerto. En la otra imagen, muchos años antes pero con una desesperanza parecida, un grupo de hombres y mujeres ven al hijo de Dios clavado en una cruz.

Una huevá que solo puede ser entendida por quien haya pasado por esto, por ver como alguien a quien amamos se muere y caer de golpe a la certeza patente de que somos incapaces de conservar la vida. Vivimos en eso, tratando de estar vivos, y siempre perdemos, fracasados de mierda, en algún momento la entropía nos gana y nos vamos a la cresta. Es un golpe invisible y desestabilizante, una corriente de confusión enorme que marea y te tira al suelo. Y ver a Jesucristo en la cruz, muerto, golpeado, hecho pedazos, es una ampliación de lo mismo. Y peor, también Dios muere, también a él llega este golpe que nos derriba a todos. Así que no sólo somos unos fracasados de mierda, sino que tenemos un Dios que fracasa con nosotros, un Dios del fracaso. Así que parece que estamos metidos en esta oscuridad hasta el cogote. Y quizás más, porque ante la muerte hay como una apertura de la oscuridad hacia los lados y hacia adelante.

Tenga cuidado, ¿no será algo arriesgado amar y confiar en un Dios que fracasa? Ni siquiera es capaz de mantenerse vivo, muere en la cruz y con eso se me ocurre que algo de ese dolor que experimentaban mis hermanos llorando en la escalera al ver a su padre muerto se hace universal.

Pero, y aquí es donde yo ya no sé qué pensar, hay algo muy misterioso que se abre a partir de la muerte. No tengo idea qué cresta es, pero se siente como que mi sangre estuviera atada a algo que ya no está aquí, pero que está allá en algún lado. Un cordelito, digámoslo con esa palabra hermosa, que antes estaba entre yo y mi padre, que se había tejido en los años de su enferemedad, y que cuando se murió no lo sentí cortarse. Lejos de eso, y he ahí el misterio, no sé adónde conduce el cordelito ahora. Si fuera una función, diría que se indefinió, que se fue a infinito, y quizás esa definición matemática es la mejor. Y no se acaba en eso, sino que determina que desde ese momento en adelante, ya no pueda ser nunca más el mismo, que la manera como entiendo la libertad y la confianza se modifiquen definitivamente.

Cuando veo que Dios se muere conmigo, y con mi padre, también este misterio se hace universal, no sé cómo ni pa’ qué. Lo que sé es que algunos puntos en el estómago se me agitan y como que conocieran el camino hacia otro lado, hacia otra cosa. En contacto con ese misterio, no hay nada que pueda hacernos olvidar esa otra cosa, que es algo así como una fuente de vida cualitativamente distinta a la que hay. Al menos yo no puedo olvidarlo.

Yo no sé por qué debería confiar, más bien, me parece que es muy riesgoso creerle a este Dios muerto y fracasado. Me parece muy probable que si le sigo termine muy mal, hecho mierda en una cruz, torturado por los milicos, qué sé yo. Pero hay un misterio inconcebible en todo esto, en que percibo que se juega la vida, y que me da para pensar.

Para pensar de rodillas en la oscuridad, y decir en voz alta cuánto me duele y cuánto no comprendo, y cuánto me dispara al infinito el misterio de la muerte de mi padre. Y la de mi Dios.