Yo entiendo muy poco de economía, y acaso esa sea mi mejor credencial, la de un ciudadano medianamente bien informado, razonablemente competente en términos cognitivos, tratando de entender a quién o qué se ve beneficiado por los impuestos con los que todos los chilenos somos gravados periódicamente. Es decir, no tengo en mi argumentación ninguna pretensión académica, y sería buenísimo si algunos lectores bien formados en la materia pudieran corregir, matizar o corroborar estas impresiones.

En principio, entiendo que la magnitud de los impuestos tiene que ver con la justa necesidad de recaudar dinero para el funcionamiento y administración del Estado. No extrañaría, por lo tanto, que los representantes de posiciones políticas que creen en un Estado pequeño y de limitados ámbitos de intervención fuesen los más amigos de que pagáramos pocos impuestos. Por el contrario, parecería lógico que quienes creemos en un Estado subsidiario y ajusticiador también estuviésemos de acuerdo en buscar una mayor recaudación tributaria. Sin embargo, me parece que lo más interesante aparece cuando empezamos a pensar en quien contribuye más o menos a esa recaudación total, es decir cuál es la estructura del sistema tributario.

Se me ocurren dos criterios simples para explicar la estructura tributaria. Primero, el efecto diferencial que un impuesto tiene sobre los ingresos reales en distintos niveles socioeconómicos. Es decir, es muy distinto si un impuesto impacta a todos por igual (y por ende es neutral respecto de la distribución del ingreso), impacta más a las clases más ricas (y por ende tiene un efecto redistributivo del ingreso, y se denomina “progresivo”) o impacta más a las clases más pobres (y por lo tanto agudiza las desigualdades en la distribución del ingreso, y es denominado “regresivo”). Dicho de otro modo, la primera utilidad de un impuesto es corregir las desigualdades en la distribución del ingreso. El impuesto a la renta por ejemplo, tiene algo de progresivo: si usted gana menos de cierta cantidad le devuelven una parte o la totalidad de los impuestos, situación en la que estamos la inmensa mayoría de los chilenos. Un segundo criterio es la posibilidad de poner estímulos y castigos (zanahorias y garrotes) para producir consecuencias sociales deseables. Con esa finalidad se han establecido impuestos especiales para el tabaco, el alcohol y los combustibles derivados del petróleo y se han establecido beneficios tributarios para las empresas que inviertan en proyectos culturales o instituciones de ayuda social.

Todo esto es perfectamente razonable hasta que nos encontramos con esa hermosa anomalía tributaria llamada IVA, que constituye básicamente un impuesto al consumo. Es decir, a pesar de que tenemos un impuesto a la renta con ciertos elementos progresivos y una estructura tributaria diseñada para modelar el mercado a favor de los más pobres y de las conductas que el Estado considera más deseables, tenemos un impuesto plano sobre todo consumo de bienes y servicios que realicemos a título personal, y que constituye cerca de un 16% del precio que usted paga por cualquier compra. Podríamos decir que de hecho la línea de la pobreza está desplazada en un 16%, ¿o es que los pobres comprarían algo por lo que no se pagará IVA?

¿Y entonces por qué no introducir variables redistributivas en el IVA? Claro, durante años se han escuchado propuestas relacionadas con liberar de este impuesto algunos bienes y servicios básicos, como el pan, el agua y la leche. A esta petición, paulatinamente empiezan a sumarse otras actividades deseables desde el punto de vista del Estado, y aquí probablemente se dé la mayor de las paradojas.

Desde la promulgación de la ley de donaciones culturales, las empresas que realicen determinados montos de donación a proyectos artísticos pueden acogerse a rebajas tributarias. Es decir, por ejemplo, si usted va a levantar fondos privados para financiar la creación de una obra literaria, las empresas se beneficiarán y más probable será que usted consiga su donación. Sin embargo, cuando llegue el momento de vender su libro, cada lector tendrá que pagar un 19% extra del valor por concepto de IVA, lo que dificultará tanto su venta del producto artístico como el consumo cultural por parte de los ciudadanos. ¿Qué paradójico sistema tributario es este donde le rebajamos impuestos a las empresas para que financien producciones culturales que después pagarán impuestos por su consumo? Un sistema ambiguo y esquizofrénico, donde el beneficiado no es el que consume 16% menos de cultura por problemas de presupuesto, no es el artista que comercializa con mayor dificultad obras cuyos valores están inflados. El beneficiado no es tampoco “la empresa” o “la actividad económica”, sino el empresario cuyos ingresos están en perfecta proporción a los excedentes de su empresa.

Y a veces es peor. Se calcula que el 30% más pobre gasta el 11% de sueldo en IVA, mientras que el 10% más rico solo tributa por esta vía un 6,3% de su ingreso.

Así que, en esta época en que hemos vuelto a hablar de un reforma tributaria, quizás sea el momento de hablar en serio. Y cuando digo en serio me refiero a que es impresentable que este impuesto regresivo que entorpece las prácticas subsidiarias del Estado represente el 43,6% de la recaudación total de impuestos en Chile.

Ahí está, amigos míos, la plata de nuestros libros.

 


Para firmar la petición de quitar el IVA a los libros: librossiniva.cl
Para más información fácil de digerir sobre el tema: Reportaje de LND en Pyme.cl