Démosle una vuelta distinta al viernes santo, diferente de lo que siempre recuerdo y constato. Lo de siempre es que nuestro Dios no le teme a parecer un fracasado, a dolerse todo lo que haya que dolerse para acompañar la más dura y miserable de las miserias: el mayor triunfo de Dios y toda su gloria están ancladas en el fracaso comercial de su venida y la manera escandalosa como apresan, torturan y asesinan a Jesús. La enseñanza que siempre recojo en viernes santo es que somos felices los adoloridos, porque el mismo Dios quiso pasar por nuestros dolores a dejar la cáscara del grano de trigo que vuelve a germinar, porque el grano ha debido morir también en nosotros para reconocernos precarios y cachar cuánto necesitamos que otro nos restaure, nos levante, nos devuelva la vida.

Hoy reconozco una vocación en el viernes santo que no había visto antes. La noche del viernes santo es la “noche de Dios”, la hora de la ausencia, de la confusión, la noche oscura del alma, la soledad más grande. ¿Cómo vamos a vivir esa noche de miedo y soledad?, ¿cuándo vengan otras oscuridades y otros abandonos, cómo vamos a esperar?, ¿habremos de nuevo de acurrucarnos temblando y apretando los dientes? Demasiadas veces hacemos frente solos al dolor y la lejanía de Dios deja tras de sí un frío imposible, un vacío total. No faltará el ser querido que muere, la decepción en el amor, el temor a la cesantía, la depre sin más causa que la enfermedad del cuerpo, las catástrofes que asolan el país. Y nosotros solos, a oscuras, temblando y apretando los dientes.

La próxima vez que sea de noche, que por cualquier motivo sea otra vez noche de viernes santo en mi casa, quiero saber que hay alguien conmigo, otro que también ama lo mismo, que también espera lo mismo, que si Dios se ausentara un siglo, me amaría un siglo en su lugar. Quiero estar ahí para hacer de Jesús en la vida de los que lo esperan en sus propias noches de viernes santo, también yo escupir el suelo, hacer un poco de lodo, untárselo en los párpados y decirle que vaya lavarse para dejar de ser ciego. Yo sé que no soy Él, pero la comunidad es un aprendiz de Jesucristo, aprendiz de pan que se reparte, aprendiz de profeta. Sé que no soy Él, pero quizás lo somos un poco, como uno se queda con algo del carácter del papá cuando se muere, como cuando la madre es un poco padre para los hijos cuando está sola. La noche de viernes santo no quiero estar más solo y para dejar de estarlo, buscaré al más solo, lo reconoceré acurrucado temblando de frío, de vacío y de miedo. Le tocaré los párpados y será como una clave.