Si nuestro país tiene un alma, si existe tal cosa, se trata de un alma pulsátil que cicla entre dos estados: una empalagosa unidad solidaria que se suscita en tiempos de catástrofe y una insistente línea divisoria que emerge elocuente en medio de todas las discusiones importantes. Buena parte de esa división podría resumirse en el 11 de septiembre.

Todos los 11 de septiembre hay barricadas a un par de cuadras de la casa de mi madre. Las fogatas en plena calle dividen la población peligrosa y rebelde, del barrio de clase media donde se emplaza la municipalidad. La noche separa a las familias y los delincuentes, agresores y agredidos, buenos y malos. Si existe tal cosa.

Un primer 11 de septiembre separó a los mapuche rebeldes de los españoles avecindados en Santiago. Müchuimalongko (Michimalonco) bajó del cerro en 1541 y quemó Santiago, esa primera fogata divisoria gigante y que duró hasta que terminó de quemarse todo. Barricada gigante que constituiría la primera e indisoluble línea divisoria entre un pueblo rebelde y los invasores de ultramar, cuya fogata no ha terminado de consumirse todavía mientras estemos separados pu mapuche y el resto de los chilenos.

El segundo once nos encontró divididos y polarizados frente a una muchedumbre que irrumpe en la política. Una época capaz de separar incluso a las sólidas élites en dos grupos: por un lado, los que acompañaron la marcha del Pueblo unido hacia el gobierno revolucionario, y por otro, los que resguardando la libertad y la posición social que su trabajo les había asegurado, invirtieron sus energías en recuperar el país mediante una dictadura militar. Nadie, sin embargo, vio venir la magnitud del golpe militar, lo burdo del bombardeo a La Moneda, el escándalo de miles de desaparecidos, torturados y asesinados. Nadie en su sano juicio, si existe tal cosa, vio venir los 17 años de corrupción, de privatización a escondidas y de abuso de fuerza. Tanto duró la fogata, esa barricada descomunal que separó sin tregua a la derecha a la izquierda, a los ricos y a los pobres, a los prófugos y a los sapos, a los oprimidos y a los opresores, que la transición nos ha costado muchísimo. Y cuando parecía que terminábamos de transitarla con un éxito torpe y lleno de ambigüedades, los matices de este primer gobierno de derecha renuevan nuestras líneas divisorias con una actualidad que impresiona. Mucho más sofisticados a estas alturas, le hacemos el quite a las discusiones de fondo: cuando discutimos el lucro en la educación, nos dicen que lo que importa es la calidad; cuando discutimos el modelo, nos llaman intransigentes, obstruccionistas, agitadores.

También el secuestro de los aviones que terminaron estrellados el 11 de septiembre del 2001 contra el World Trade Center nos habla a nosotros, porque esa indignación poderosa en lucas y en armamento desborda Manhattan y EE.UU, y configura una barricada enorme e imbatible que separa el mundo occidental de “las minorías terroristas”. Una fogata válida para arder en Irak, en Afganistán o en el Líbano. Válida por supuesto para juzgar a los comuneros mapuche según nuestra propia ley anti-terrorismo, como si esto fuera una categoría especial de intención al delinquir que puede ser discernida imparcialmente por un juez.

Todos los años hay un 11 de septiembre, ocasión para brindar por los caídos, celebrar sus motivos y sus vidas, pero sobre todo para entender nuestras profundas líneas divisorias. Mientras no escarbemos en las raíces de nuestra diferencia, mientras no celebremos la diversidad de Chile, mientras no renovemos el pacto que nos haga sentir genuinamente representados en las instituciones políticas, no cerrarán nuestras líneas divisorias. Mientras todo eso no ocurra, no se apagarán las barricadas ni habrá ningún tipo de paz.

Porque la paz (si existe tal cosa) es encuentro, no silencio.