Es verdad que somos precarios e impermanentes, amenazados por la muerte, puestos por nuestra finitud bajo la carga pesada de responsabilizarnos por nuestras elecciones mientras nos dure el tiempo vital.

Desde esa perspectiva, la opción radical por lo permanente es nada más inhumana (o contrahumana). O lo parece. ¿Por qué entonces “casarse para siempre”?.

1. Es fácil confundir el sustrato de lo humano con el despliegue pleno de lo humano. Tan olvidada tenemos la sencillez de nuestro origen y la profundidad de nuestra existencia física, que volver a lo básico de nuestra precariedad e impermanencia suena a novedad y claro que lo es. Y es cierto que hay necesidad de estar solos, de mirar dentro, de reconocer la finitud, de vivir este espacio único con hondura, de recuperar el cuerpo, de vivirlo en su singularidad. Pero ese es recién el comienzo. Se me dibuja con mucha claridad la intuición de que lo singular es necesario, es sustrato de lo humano, pero la plenitud humana no se despliega sino en lo comunitario. El relato de la propia vida, las relaciones que nos hacen aparecer, las identificaciones y los amores, ocurren en presencia de otro que se asocia al menos de manera transitoria a mi experiencia, por tiempo suficiente como para tener una experiencia en común, fuera del feudo de cada uno: una comunidad.

La primera es la familia, verdadera o simbólica, los afectos a los que se vuelve cuando todo lo demás se derrumba o cuando parece que se derrumba. Personas concretas, o imágenes de esos que son afectos incondicionales, esa comunidad que está ahí cuando ni la autoimagen aguanta un minuto más.

Casarse para siempre significa para mí fundar con la Ber la mutua elección para ser esa comunidad que resista toda condición que imponga nuestro devenir. Morirán los padres, divergirán las relaciones y los idiomas de los hermanos, y en esta elección radical el uno por el otro nos jugaremos -como dice el bueno de Díaz- “lo que nos queda de vida”.

(Hermanos míos, siempre los amaré, pero los libero de la mutualidad)

2. Somos conscientes de la responsabilidad de nuestra libertad por la conciencia de la finitud. Es decir, si esta vida no fuera a acabarse qué importaría cada elección, si para mudarla estaría la eternidad toda. Instalada la muerte, la incertidumbre del devenir densifica el tiempo presente.

Lo densifica, porque toda elección “puede ser definitiva”, está el riesgo de que las cosas queden así como están. Pero cuando contra esa incertidumbre, contra esa impermanencia hacemos elección inmutable, escogemos radicalmente por la permanencia, acaso junto con hacer algo que parece tan inhumano estamos desplegando lo más humano. Porque en el que hace elección inmutable lo que cambia no es una categoría funcional ni social; una categoría ontológica se modifica de manera definitiva. Cuando me case para siempre con la Ber, ya no voy a ser el que pololeó, o el que estuvo casado, voy a ser el que escogió ser su esposo para siempre. Me voy a morir con esa elección, digo, eso es lo que elijo: no que cambie el que soy ahora, cambio al que se va a morir, lo hago diferente desde ahora. Aunque nos fuéramos a la cresta y nuestro matrimonio fuera miserable y lo destruyéramos, haber elegido casarme con ella para siempre me habría cambiado de modo permanente.

Y me va a cambiar, eso ya es un hecho. El signo visible de esta elección ya hecha nos va a transformar.
Por eso creo que si uno visualiza la posibilidad de que la pareja sea éso, un espacio de comunidad incondicional y la elección de permanencia radical, hay que puro casarse.

Si no, no sea gil. Mire que esto parece teórico, pero NO lo es.