A pesar de que soy evidentemente católico, empatizo con la idea normalmente atribuida al laicismo de que ninguna religión (ni siquiera si es mayoritaria) puede imponer por puro poder sus criterios y su cosmovisión. De hecho, creo que quienes más pierden en ese juego de abrazar el poder son precisamente los cultos religiosos, desprestigiados por no poder dar razón ni testimonio de su experiencia.

Pero tanto como los megalómanos religiosos, me joden los anti-religiosos. Sobre todo los que con argumentos pseudo-libertarios se sienten mortalmente amenazados porque las iglesias “se metan en un ámbito que no es de su competencia”. Me parece evidente que si usté tiene derecho a manifestar esa idea suya, original, igualmente valiosa que cualquier otra ante la sociedad, juzgable apenas en su mérito de convocar a otros; una comunidad de creyentes tiene pleno derecho a manifestar, defender y debatir usando sus criterios, revelados o no por Diosísimo mismo. Es obvio que tendrán que ser juzgados en su mérito como cualquier otra idea, pero para el creyente es no solo oportuno, sino obligatorio proponer estos criterios como un camino de bien para la humanidad en su conjunto.

Lo mismo me ocurre recientemente en temas relacionados con las llamadas “minorías sexuales”. Por supuesto, me parece bueno, bello y necesario que homosexuales y transexuales no se sientan agredidos ni discriminados por ningún aspecto operativo o teórico de la sociedad civil. Me parece que perseguir igualdad de derechos y oportunidades para cada miembro del género humano es una premisa a la que concurre un consenso prácticamente absoluto.

Pero cuando se lee la propia sexualidad como una “causa”, se hace una lectura distorsionada de toda la sociedad. Comprendo que para muchos homosexuales la experiencia de enfrentar una sociedad adversa y prejuiciosa pueda predisponerlos, pero me parece que se hacen un flaquísimo favor cuando transforman la defensa de la igualdad en proselitismo. La peor de las consecuencias es que dividen a la opinión pública entre quienes se mofan de ciertos rasgos de histérica paranoia y quienes adhieren aun culposamente a principios de igualdad que precisamente se asientan sobre el supuesto de la marginación. ¿No sería mejor reconocer y apreciar lo diverso y lo común (en eso nos parecemos, en que somos diferentes) para asociarse, colaborar y confabular?.

Quiero decir, cuando algunos políticos desprecian a la iglesia porque se mete en temas de economía y sociedad (el punto de Goic sobre el sueldo ético es un muy buen ejemplo), ¿no se atropella también la libertad de una comunidad de expresar y proponer sus valores?. Cuando se afirma que la figura legal del femicidio afianza un modelo discriminatorio con los homosexuales, ¿no se priva a las mujeres todas de ser protegidas frente a un delito relativamente común que las amenaza?.
Es decir, si no estamos de acuerdo, está bien. Pero si se siente amenazado por mi posición o la de cualquiera, es un poco histérico que reaccione apatotándose e intentando una estrategia de “bullying”, creo yo.

Fíjese qué bueno sería decidirse entre celebrar la justa diversidad humana o combatir para la subsistencia de su grupo de referencia:
1. porque su religión, sexualidad y otras similares funciones las reconoció como carácter y vocación,
2. porque el afecto por la diversidad es contradictorio con la aspiración proselitista,
3. porque estos ámbitos de la vida conforman la identidad personal, y no se juegan en la simple adhesión a una carta de navegación, plan de gobierno o colores de un club de amigos.

Entonces, ¿cuál es la idea?