Mire usted esta neurona, dentro de su cabeza hay millones como esta, en contacto una con otra. Impensables seres eléctricos, organizados para responder a la realidad aparentemente inocua que le rodea: usted. Al fin y al cabo, no se puede mirar la realidad sin una dosis de feroz sospecha. Sobre todo cuando se constata que la propia realidad está llena de sobresaltos, de impredecibles, de surrealismos. No se puede vivir en la pretensión de que al otro lado del tejido baboso de la realidad no hay otros que experimentan el mismo desconcierto ante sus propias vidas.

Esto lo digo pensando en que hace unos días iba leyendo la realidad colgante (y que después ya no cuelga, sino que cae) de Manuel en el último libro de Simonetti, y levanté la vista al pasar frente al kiosco de diarios, para constatar que un congresista gringo había demandado a Dios por causarle daño a la humanidad con miles de catástrofes naturales. A continuación tomé esta foto y no pensé en esto hasta ahora: el equilibrio no es solamente un estado precario, sino imposible. Cualquier día un tarado se pasa una luz roja y nos vuelve una masa oscura. O bien, al revés, una masa oscura se pasa la luz roja y comienza a crecer y crecer dentro de, por ejemplo, su pulmón derecho. Pero incluso antes de éso, mucho antes; digamos, ahora mismo, percibe usted el frío de la tarde, la necesidad de comer, la sequedad de las manos (de esa parte de las manos donde se pliegan exhibiendo el borde de unos huesos alineados en lo que hemos llamado nudillos), la sospecha de que no solamente las cosas no se muestran en su totalidad, sino de que tal mostración es absurda, imposible. La sensación de que el misterio insondable es el aquí y el ahora, el dónde, el cómo. Y un como vértigo, y luego estirar las manos para penetrar el tejido baboso de la realidad y preguntar, ¿de quién es esta mano?, hallarla y asirse a ella como si nada más. Como si nada más.