“No es lo mismo estar solo que estar solo

en una habitación de la que acabas de salir” (dice L. y tiene tanta razón).

Y lo dice mientras uno está tratando siempre de aferrarse, de no soltar aquello que sin duda se va, se va, se fue. De no dejar caer esa como agüita que nos dejaron entre las manos y que vamos perdiendo de a poco todo el rato. Y cómo detenerlo, qué hacer para no sentir que con esto que se va (o que se queda, y es uno el que se va) se raja una parte de uno. Y hay siempre una ausencia reciente o inminente, un vacío al acecho, una habitación de la que acabas de salir; y también esta tendencia a seguirte por las calles, corriendo detrás de una sombra o una sospecha, doblando en las esquinas por un olor, por una intuición indispensable. Estas ganas de regresar, y un acceso de cordura y de resistencia voluntariosa que apreta el acelerador hasta el fondo para llegar a casa antes de que el tirón sea insoportable. Volver a casa y sentarse aquí donde siempre, volver a escribir con cierta angustia -como debe ser, pienso mientras lo escribo-, con vértigo, con participación de tripas. Y esta vuelta trae otra vez los fantasmas y las sombras que siempre han estado al acecho de mi escritura, que babean literatura encima de todas mis pertenencias. Es de noche y hace frío. Como siempre, siento que esa como agüita se-me-arranca/se-me-arrancó entre los dedos y hasta entre las palmas. Sentado aquí escribiendo, sé que esta angustia por la habitación vacía es mi modo de tener miedo y de volver a casa.