Había que volver a despertarse con el ruido de un pito sonando en el silencio del bosque, o al menos con el ruido que hace el subguía de la patrulla de guardia cuando viene a buscar a quien lo ayude con el desayuno. Volver, ya entrada la tarde a internarse en lo tupido del bosque subiendo y subiendo el cerro en un via crucis sencillo y profundo, que refresque la experiencia de Jesucristo y les sacuda tantos años de ritos repetidos. En la noche había que volver a caminar en la oscuridad, jugar, acompañar una vela de armas, recogerse en torno al fuego rodeado de amigos entrañables. Había que volver a vivir unos días en medio del bosque en el centro de un espíritu que uno quiere más que su propio centro, porque cuando uno ha jurado bajo las estrellas que quiere vivir así fielmente y no desanimarse jamás, lo ha dicho en serio, y no importa si la aventura empezó hace ya 20 años, la promesa sigue en pie y las necesidades siguen siendo las mismas.