En algún lugar del mundo una persona está escribiendo con letras blancas sobre fondo negro, alguna está quizás tratando de olvidar la pena que siente, controlando la rabia empuñando las manos y los labios (clavándose las uñas y los dientes).

En otro lado también hay alguien junto a una ventana trabajando, y es también de noche y pasan de esas mismas micros y por su ruido puede adivinarse si son blancas con verde o amarillas. Hay un lugar en que también faltan diecinueve minutos con cincuenta para cambiarle el medio a la placa, y en el que también alguien se distrae pensando en la posibilidad de un otro.
En un lugar de oriente hay una pintora que todavía llora como si tuviera dieciséis: se quedó atrapada en el bolsillo del kimono del tiempo. No ha cambiado nada, y eso ocurre mientras Kawabata se atraviesa un libro de Bertoni en las costillas. En un lugar del norte un músico escribe una carta al amigo imaginario de su infancia y se dispara un escopetazo en la boca.
Otra mujer aparte de tí también lo confundió todo, también desconfió, también temió y decidió cerrar los ojos, las manos y la boca.
Al mismo tiempo que yo, también alguien está pensando en el eterno retorno, como cuando Nietzsche y Kundera, y decidiendo que no hay vuelta que darle. Que todas las cosas del mundo están pasando ahora mismo. Y que mientras allá abajo pasa una micro amarilla (y yo lo sé por el sonido), al otro lado de la ventana el sabor a pólvora que siento en la boca es el mismo que el que inunda las calles de Seattle después del escopetazo.
En algún lugar del mundo alguien tiene miedo, ya no de otros, sino de sí mismo. Y a pesar de que ese alguien no soy yo, tenemos todavía algo en común:
estamos solos.